Los pirotécnicos del ayuntamiento, a la hora señalada, iniciaron la exhibición rutinaria prendiendo una ristra de cohetes. Al explotar hicieron evocar antiguas guerras a Desiderio –policía municipal a punto de jubilarse-, que casi se cuadra al oír la traca de cincuenta y tres detonaciones sucesivas. Así comenzó la fiesta principal del pueblo. Los fuegos artificiales encendieron sobre el cielo una grava incandescente que silbaba adioses a nadie en su itinerario planificado. Apenas después, perdía empuje para caer convertida en una tromba de figuras refulgentes, como medusas desmenuzándose en otras menores, predestinadas químicamente a reventar sin ruido, en una sucesión de auroras breves, cuyos desenlaces dejaron un sedimento de cenizas tibias sobre el pavimento urbano. El final del espectáculo callejero fue anunciado por un trueno bronco que retumbó en el ámbito de la fantasía, hasta liberar un olor pegajoso sobre una muchedumbre que comenzaba a dispersarse.
Adela y Manuel anduvieron bajo una llovizna de talcos tibios, en una realidad recién inaugurada. Días antes se habían prometido amor a perpetuidad, como tantas otras parejas de adolescentes, mirándose con un ansia más vieja que ellos mismos aquella tarde de abril donde el vuelo errático de las golondrinas se parecía a los destinos humanos: coincide, se bifurca, propone reencuentros, traza rumbos paralelos o finalmente sigue impulsos divergentes. Habían pensado fugarse, vivir cerca del mar y tener un hijo o dos, como mucho, que no está el horno para bollos; si viene niño podríamos llamarle Felipe, como el Rey de España, y si fuera niña se llamará Ofelia, mismamente como su abuela, -convino el novio-, o mejor que sea la suerte quien decida. Manuel abría un libro de tapas blandas al azar, y en la primera línea del prontuario onomástico apareció Procopia. Lo pronunció pomposamente, hinchando los carrillos antes de expeler cada fonema, haciendo aspavientos con los brazos.
Obviamente Adela comenzó a reír, Manuel le hizo una reverencia teatral y no pudo contener las carcajadas, de manera que durante unos instantes el mundo fue solo risas, tiempo estancado, olor a jabón, hasta que cayeron abrazados, con lagrimas en los ojos del esfuerzo, murmurando los nombres de los hijos que nunca nacerían, y fuera de aquel hostal de citas clandestinas, el hálito entre los árboles parecía transportar lamentos de almas errantes, quizá amantes que alguna vez estuvieron en esa misma habitación, mirando golondrinas por la ventana, fantaseando un futuro incierto, como Adela y Manuel, ajenos a la singularidad contenida en aquellas tardes de abril, pues eran irrepetibles, desde el principio y para siempre, ajenos a un porvenir donde nunca encontrarán una dicha más intensa ni unas circunstancias propicias para estar juntos, plenos, sonrientes en la intimidad. Mucho después, el noviazgo naufragó, Adela murió desangrada el día de su boda y Manuel envejeció en una prisión construida de remordimientos y añoranzas y por tanto, sin opciones para volver a ninguna parte.
La fatalidad encuentra siempre la manera de torcer los destinos. Luis Nicolás, el padre de Adela, valoraba a sus pretendientes exclusivamente por la clase social a que pertenecieran. Con esa lógica, Manuel no le pareció un candidato apropiado. Así que había iniciado, meses atrás, una lenta pero implacable actividad de persuasión, intentando que Adela abandonase su empeño por verse con aquel inmigrante sin dote. En las sobremesas de anís y pastas almendradas –los domingos-, era frecuente oír a Luis Nicolás criticar la mala hora en que empezaron enamoriscarse; incluso llegaba a despotricar a gritos cuando Adela daba a entender, desafiante, que seguía viendo a Manuel. En ese contexto de animadversión y censura, cuando los novios salían furtivamente a festejar, la sensación de quebrantar una prohibición confería a sus encuentros románticos un cierto aire novelesco.
En Mayo había vuelto, repitiéndose como todos los años anteriores, la trápala medieval. Transformaba la ciudad en una enorme sociedad anacrónica, por donde transitaban princesas frágiles con sombreros cónicos sujetos con una gasa bajo la barbilla, arlequines ajedrezados de amarillo y negro, ilusionistas y pitonisas, monjes guerreros con enormes espadas en el cinto, labriegos portando sacos de legumbres, artesanos de todos los oficios conocidos hasta la época, pendolistas de caligrafía barroca cuyas letras capitales se enredaban con florituras de madreselva, quienes transcribían en un pergamino crujiente el nombre propio de quien lo solicitase, junto a un extracto antroponímico, y enrollaban sobre sí mismo el papiro grueso, lo anudaban con una lazada y lo entregaban a cambio de cincuenta rupias o de la voluntad, si era superior.
Encontraron al enano forzudo, capaz de pulverizar una canica de vidrio con dos dedos; pasen y vean, distinguido público, en primicia, a la mujer con diez ojos, rigurosamente para mayores de edad, no apto para estómagos delicados, pasen y vean, señoras y señores. Andar entre la muchedumbre frenética era como avanzar por una atmósfera delicuescente de fondo marino. El aire denso estaba aromatizado por hierbas culinarias y especias orientales, romero, albahaca, tomillo. De los puestos emanaba, como un fantasma etéreo que casi se podía tocar con las manos, el tufo alcanforado de los remedios naturales para curar toda suerte de dolencias conocidas, cómpreme esta cataplasma de arcilla para calmar la mala sangre o este emplasto para los hijos desobedientes y para usted, señora, dé este jarabe a su esposo y lo retendrá para siempre en el hogar.
En aquella feria laberíntica se vendían zapatos de badanas mágicas que permitían dormir de pie en cualquier lugar, astrolabios, mandrágoras, códices miniados, abalorios, amuletos para espantar los malos humores del destino. En los puestos de los licores despachaban absenta mezclada con una fórmula secreta que hacía llorar de risa a quienes la probaban. Vieron al panadero cuyos brazos musculosos parecían piernas, elaborando hogazas de pan redondo que salían humeantes del horno de leña. Los puestos de comidas estaban abarrotados de embutidos ibéricos, tortas celtas, pasteles argelinos, chocolates artesanales, quesos curados, confituras clericales.
Discurrieron ante el prodigio de la increíble niña ambidiestra, capaz de resolver una integral propia de funciones hiperbólicas mientras que con la otra mano reproducía con precisión milimétrica un cuadro de Leonardo da Vinci, aunque no se detuvieron. Con un cosquilleo de excitación localizado orgánicamente en la boca del estómago, lograron salir de aquel dédalo sensitivo, y comenzaron a pasear, cogidos de la mano, oyendo cada vez más lejana la turbamulta y el pasacalle de fuego con sus sopladores de llamaradas y su retumbo de rabeles y tamboriles.
Caminaron por entre la brisa dulzona que venía desde los tenderetes de golosinas del mercado, hasta llegar a un puente donde terminaron apoyándose en su balaustrada, viendo en la distancia la diadema de minúsculas luces titilar entre la ciudad. Era el Puente de los Suicidas. Recibía ese calificativo porque, por alguna razón inexplicable, todo aquel hombre o gato que decidía poner término a sus penas elegía ese preciso lugar mediante el método del salto al vacío y el politraumatismo severo contra el cauce seco del río. Así, Bautista, aquel párroco que fue sorprendido en el confesionario con un monaguillo; Manolo el Murciano, un adolescente que asesinó a sus propios padres con una catana. También venían forasteros desconocidos desde todos los rincones del planeta. Se rumoreaba que en aquel sitio Dios terminó quitándose la vida y que por ese motivo estaba maldito. Habladurías, claro. Los suicidas solían garabatear alguna despedida lacónica sobre el suelo o en los muros, y se descubrió un jeroglífico cuyas grafías no se habían podido descifrar con los conocimientos modernos de la filología, mira ésta es, esa no, ésta, y bromeaban imaginando que en esos mismos momentos pudiera aparecer algún desconsolado para dar pábulo a la leyenda del puente de mal agüero.
Llegaba un rumor de charanga desde alguna verbena cercana y el novio alargó su brazo con un movimiento premeditado y lo pasó por detrás de los hombros de su idolatrada, atrayéndola con fuerza hacia sí. Aunque no hubiera podido describirlo con vocablos concretos, sintió el aroma de rosas frescas de su transpiración, la densidad de su cuerpo cálido y casi tembloroso, vio su cutis de coral, sus labios afrutados, el esmalte de sus dientes simétricos detrás de una sonrisa cognitiva, el ademán delicado de sus manos reprimiéndole tanta proximidad física. Le hubiera gustado recitarle un poema, rendirla, que sus palabras fueran como una tormenta de infinitesimales corpúsculos de purpurina que levitan dentro de una bola de cristal en la que estuviesen los dos aislados del universo para siempre, pero solo se le ocurrió decir: "Te invito a tomar algo en la terraza de Félix el Bizco", como último recurso a su falta de inspiración. Fueron. Manuel entró al escusado, sumergido en la torrentera de la vida por las rémoras ineludibles de su condición humana. Durante el acto continuo de la micción intentaba imaginar cómo se entretendrían los ángeles entre los algodonales de las nubes y no volvió a pensar en ellos nunca más. Al regresar se quedó pasmado pues Adela no estaba. Se había marchado sin despedirse, dejándole sobre la mesa una servilleta de celulosa con el trazo grueso del trébol de dos hojas imbricadas formando el as de corazones y la promesa: Hasta que la muerte nos separe.
Aquellas desapariciones intempestivas eran frecuentes en el último mes, precedidas por silencios repentinos, sus manos se quedaban gélidas y se ausentaba sin dejar rastro, abandonándole en un cenagal de conjeturas. Con esa desazón, tras la víspera, empezó a buscarla por los mismos lugares que frecuentaban: ramblas, bares, el parque, la tienda de antigüedades donde ofrecían el arco iris completo cautivo en una botella de vidrio. Volvió a pasar al mediodía, por el barrio residencial donde vivía su prometida. Cruzó por un paraíso de enormes casas ibicencas de dos plantas, con jardines tapizados de césped humedecido por aspersores silbantes y vigilados por dobermans hieráticos, para intentar escuchar la melodía en do menor para flauta dulce del soplo de Adela. Recibía clases de solfeo de lunes a viernes, y los acordes del instrumento solían salir flotando por entre las muselinas del ventanal como mariposas etéreas y se enredaban en los cabellos acastañados del aprendiz de herrero. Realizaba deliberadamente ese trayecto diariamente, aunque tuviera que recorrer un trecho mayor hasta el taller, solamente para sentirse gravitar en la órbita musical de su enamorada. Pero hoy no la encontraría y supuso que tal vez las continuas alocuciones contra un simple descendiente de inmigrantes sin fortuna ni linaje habían empezado a calar los ánimos de Adela.
Por las calles, en su deambular inquisitivo, sonaron comentarios a su paso ante un corrillo de paisanos, chismorreos: "Mira, por ahí va el loco". No entendió el desaire, agobiado por las cábalas sobre el paradero de su novia, a la que incluso había intentado acceder mediante repetidas llamadas telefónicas. El teléfono al que usted llama se encuentra apagado o fuera de cobertura, oía una y otra vez la misma respuesta automática e impersonal a través del móvil.
Vencido por el cilicio de la incertidumbre y el tormento de la desesperación, decidió ir directo hasta la vivienda de su prometida ausente, a pesar de que la familia del notario municipal no le dirigía la palabra. Se atrevió a dar dos aldabonazos en la puerta principal. No respondían. Empezó a contar mentalmente para sofocar la inquietud, su respiración se detuvo en esos quince segundos de espera, dieciséis, quizá no hay nadie, diecisiete, un nuevo requerimiento sonoro, dieciocho, alguien se acercaba, se quedó quieto, sin pensar, oyendo pasos al otro lado de la realidad y el cerrojo deslizándose por el pasador y los carillones extemporáneos de un reloj de salón anunciando las doce cuando en realidad eran las dos de la tarde. Abrió una doncella sin cofia, que afortunadamente no le conocía. Se sobrepuso a su propia impaciencia mientras la vida recomenzaba su curso natural, y así, mientras escondía una margarita sin corola tras la espalda, con el pelo revuelto por una ventolera recién iniciada, que agitaba las ramas de los tilos y formaba remolinos con papeles y hojas vegetales e irritaba los quicios de las ventanas, casi sin poder hablar por el desasosiego de las dudas y el agotamiento de la vigilia, preguntó trastabillando por Adela, ¿sabe usted dónde está?; la respuesta que recibió fue como una descarga eléctrica que es física y espiritual a la vez, la sensación de encontrar por azar unos pétalos disecados entre las páginas de un libro y que hace rememorar un pasado cierto pero irrecuperable pues oyó atónito: "La señorita ya no está con nosotros, falleció hace quince días".
La noticia de la muerte de su novia era increíble. Ayer mismo había estado con ella, le había besado bajo la techumbre de la estrellería incierta de un periódico dominical. Lentamente, como esos restos de un naufragio que comienzan a llegar hasta la costa, en su mente fueron surgiendo fragmentos de lucidez. Empezaba a entender porqué la gente se reía de él, le veían hablando solo por la calle, riendo solo, lanzándose a correr repentinamente, o esconderse en algún portal oscuro. Al igual que cuando despertamos de un sueño profundo y quedan en la mente derrelictos difusos de la actividad onírica, que se van concretando conforme transcurre el día, recordó que había estado buscando fortuna en las islas mallorquinas, un año antes, sometido a un estricto régimen de vida de simplemente trabajar, comer y dormir; intentando ahorrar para montar un negocio propio y poder casarse y fundamentar una familia. Durante esa separación, sucedió un flujo de epístolas con Adela, hasta que, conforme se agotaba la clepsidra de las lluvias y el florecimiento de los cerezos y la escarcha de las compotas en las fresas preparadas por unas manos maternales, las cartas de su amada distante se volvieron más infrecuentes y menos amorosas. Finalmente le había confesado, en síntesis, que le abandonaba, por la prohibición de sus familiares y, sobre todo, por haber conocido a un hombre con aires de galán cinematográfico. El emigrante se quiso morir, aunque llegó a superar a media la frustración de sus amores malogrados. Cuando expiraron los contratos laborales, regresó a su hogar, envuelto en un aura seráfica por los sedimentos de la resignación, poco antes de las fiestas locales. Empero, algún engranaje en su conciencia cambió definitivamente al saber que la mujer de su perdición estaba a punto de casarse con otro mozo. Ingresó en los laberintos de un desamor que le alteraba la percepción de las cosas.
¿Puede ser la ira más fuerte que el respeto a la vida de otro ser humano?. Sí. El enorme monstruo agazapado de los celos comenzó a desperezarse y a endurecerse desde lo más profundo de su alma. Un mal día se vistió de forma que ni él mismo podía reconocerse, cogió un cuchillo de carnicería, usado para destazar cerdos, y la misma fecha en que Adela Caletti-Bruni se había desposado, justo cuando dejaba la iglesia, durante el júbilo del redoble de campanas y el chaparrón de arroz, confeti y serpentinas; entre los fogonazos del flash en las cámaras fotográficas, tras una estampida de palomas blancas asustadas por los estallidos de las tracas, Manuel emergió desde el núcleo del gentío, ofuscado por la mala saña, mas nadie en ese momento podría haberlo identificado.
Solo oía su propio resuello de asesino primerizo. Y miró la mantilla de organdí sobre la cabeza y los hombros, con filigranas de encajes de mediaslunas, y el vestido níveo de novia sofisticada con botonadura a la espalda, liso, embellecido por brocados de inspiración floral en el limbo de la cintura, y mangas francesas con relieves recamados de espirales entrelazadas, copiándose unas a otras, y una cauda vaporosa de pava real. Imaginó el miriñaque, la lencería clara de vainilla con un liguero azul de la buena suerte, pero vio la gargantilla de oro blanco con pedrería de citrinos y guarnición de zafiros alrededor de un lapislázuli cuya cara oculta reservaba el camafeo de un candado y una diminuta llave engarzados. Parecía una muñeca, a tamaño natural, surgida del barro de merengue de una tarta nupcial, que caminaba elevada por tacones parisinos de aguja sobre unos zapatos marfileños aderezados con insinuaciones de lentejuelas, e iba saludando con la mano en alto a los familiares e invitados.
Los recién casado solo alcanzaron a ver la centella de gafas ahumadas y barba salvaje acercándose a la novia. La apuñaló dos veces, con movimientos concisos, cuando todos empezaban a mirar los rizos y volatines de una avioneta en las alturas componiendo con humo una palabra que resultó ilegible. La primera puñalada traspasó el bazo y le provocó una hemorragia interna por donde se le desaguaba la vida, y al inclinarse otra cuchillada horadó su seno izquierdo. Un brote bermellón rezumaba lentamente por su vestido lácteo, resbalando por el antebrazo y salpicándole la cola de cisne conyugal. Los presentes no pudieron reaccionar a tiempo. Alguien se asomó al campanario de la basílica, con el último badajazo, y entonces vislumbró a la esposa postrada sobre un charco escarlata, cercada por la multitud, un vagabundo grande saliendo de la escena mientras espantaba con tajos en las manos a quienes intentaban retenerlo y la banda de músicos vetustos del conservatorio municipal que seguían tocando un vals simplón. Tampoco entendió bien qué había sucedido.
El homicida en su delirio enterró el cuchillo, las gafas; se bañó lentamente entre los vapores de las sales de eucalipto, afeitándose, mientras su madre le preguntaba que si estaba bien, que lo encontraba raro, y al oírla el marido exclamó: "Deja en paz al muchacho, que viene estreñido de hembra". En realidad, seguía trastornado por el mal de amores, y sus padres no le veían cuando se tapaba con la mano el pecho, para sofocar las punzadas del dolor de vivir muriéndose sin la sonrisa púdica y los andares suaves y el mirar ambarino, por los que iba dejando un reguero de suspiros de papel mientras destrizaba el ramillete de misivas perfumadas encontradas en el fondo de un arcón. Después del crimen, su cerebro era incapaz de diferenciar entre los límites de la realidad actual y sus propios recuerdos e incluso sus invenciones naturales. De manera que llevaba días concertando citas ilusorias, cruzando a la carrera los semáforos intermitentes, entre risas y voces del pasado que se le mezclaban en la memoria con los estruendos de los artificios de pólvora en el mercado medieval y la historia insólita del puente de los suicidas y los besos a escondidas en los portales antes de que alguna vecina les gritara que se vayan de aquí a hacer sus cosas en otra parte. Bebían chocolate caliente en el bulevar de los latinos, y la muchacha incierta, sonriendo, improvisaba un lienzo con alguna servilleta en la que hacía el dibujo de una línea acorazonada y le añadía un lema de tarjeta postal. Sucesos cotidianos en una época reciente que parecían predestinados a confundirse con la futilidad de tantas otras circunstancias que finalmente se disuelven en la tolvanera de olvidos del porvenir, pero por los errores del infortunio terminaron magnificándose en el recuerdo y adquiriendo una consistencia de realidad.
En una mañana alumbrada por un sol tibio, Manuel recobró la lucidez, frente al bazar donde vendían la máquina de la eterna juventud. Se presentó en comisaría y con aire atribulado declaró: "Soy el asesino de Adela, la quería demasiado". El gendarme Desiderio, que había oído muchas declaraciones similares de tantos otros hombres con los mismos sentimientos revueltos, le replicó, como si llevara tiempo rumiando la respuesta: "Si matas por amor, ¿qué harás entonces por odio, malnacido?".