El silencio inmenso de la noche, habitar un mundo carente de plazos y exigencias, la sensación de que algo importante acaba de ocurrir en otro lugar, está sucediendo, o quizás pasará de un momento a otro, y se lo va a perder; entre otros motivos, pretextos y justificaciones, lo mantienen despierto en su cuarto hasta más allá de la medianoche. Hasta unas horas, que según sus padres, son incompatibles con la normalidad, la salud y los horarios de oficina que le esperan. No importa, trasnocha si quiere, sobre todo tras las discusiones, o alguna reprensión o castigo injustos, o simplemente cuando la madre o el padre no cedieron a sus exigencias.
Suele darle muchas vueltas a casi todo, a las experiencias, a las letras con mensaje, al estilo de vida que tendrá, al porvenir remoto, a los matices, a las palabras cuyo significado escapa a su comprensión; incluso, piensa mientras la mecedora donde acaba de dormirse reacomoda su estructura, bajo el nuevo peso inerte, una vez, un crujido perceptible, y luego queda solo el hilo de una música que parece distante, pero escapa desde los auriculares apretados a su cabeza.
Tras algunas incoherencias, centra sus pensamientos como en la vigilia. No cuestiona el lugar, la niebla, la pátina de musgo, los helechos gigantes y la masa forestal a los lados del camino por donde transita.
Esta distribución de elementos facilita la marcha, pues la vegetación impide cualquier amago de originalidad, marca la única dirección posible, una línea recta, a tramos sinuosa, verificada en el acto continuo de andar, cada vez más rápido, como encajado a los raíles cuya trama permite dar sentido a un destino sin principio, sin final previsible, un destino buscándose a sí mismo, impulsado por la tensión expectante, por el automatismo del cuerpo, por el eco vocal de una canción.
Escucha ráfagas musicales, sonido instrumental, un reclamo, una fuerza atractiva, nada más. Hasta que llegue a su origen evita ahondar en los detalles, perderse en ramificaciones, menos aún someter la realidad a un examen directo.
Luego, acepta el flujo sensorial, la evidencia, las verdades genéricas, la teoría que aparece en los libros, el precio de las cosas, la versión publicada en la prensa, la existencia del clítoris; concluyó, sin intención de sentar cátedra, que la maquinaria social, el progreso académico, la fluidez para decidir entre el bien y el mal, requieren haber aceptado una serie de conceptos previos, por higiene mental, por economía, por sentido común, los prejuicios ahorran los inconvenientes de tener que comprobar cifras, datos, relaciones, que la Tierra es redonda, que hubo una guerra civil, que un clavo saca a otro, que los álamos rebrotan desde sus raíces cuando pierden el tronco principal por tala, vandalismo o desforestación maliciosa; que la vida es sueño, no dirá que no, que los impuestos, el canon, las tasas, las multas, las expropiaciones, los decomisos, las transferencias europeas, las concesiones, los bienes y herencias abandonados, en conjunto, revierten hacia la sociedad y no a los chiringuitos y los caprichos ministeriales, sí claro, los prejuicios son así, similares a la fe o la devoción, hasta el límite en que desplazan al juicio crítico y la ficción sustituye al análisis razonado.
El durmiente aduce que todos los caminos conducen a Roma, por ende, tarde o temprano atravesará la bruma, el temor difuso, la incertidumbre acumulada, ese discurrir mecánico, el olor a maderas, humedad y tierra. A su favor cuenta la conformidad con las circunstancias, el albedrío con que regula el ritmo y los movimientos. Tampoco hace preguntas, pertinentes a la situación.
Por el momento apenas es un conglomerado de átomos, dotado de metabolismo y funciones autónomas, una eternidad finita, un código genético, una urgencia en movimiento, convencido de que lo importante ocurre siempre después, a medio plazo, mañana quizá, más adelante ―se dijo―, sin dejar de mover las piernas alternativamente, de modo que la bipedación rápida promoviera un desenlace, una llegada, un cambio, otros enfoques para explicarse la sensación creciente de amenaza.
Percibe un peligro, real o imaginario, inminente o tardío, oculto o visible, similar al animal, mitad lobo, mitad perro, que de repente atacó a un amigo en el parque, arrancándole unos dedos con la primera dentellada. Aunque no, no era un agente físico, una mutilación, un navajazo, un golpe contundente; tampoco supone una lesión mental, la locura, las manías, el delirio, los tormentos obsesivos, la compulsión.
En el mejor caso, un poder intangible le romperá por dentro, hará añicos su alma, desatará una tormenta espiritual, un malestar, un dolor intenso y continuo, una fiebre. Pese a todo, la voz tiene un magnetismo irresistible, atrae su instinto, sus ansias, su voluntad. Corresponde a una cima cualificada, a un paliativo contra la sed transcendente, y el hambre de absoluto y las carencias, en sentido práctico, define un propósito asequible a corto plazo.
Esa lógica justifica su tendencia a fluctuar durante el avance, ralentiza los pasos, se detiene, acelera, normaliza el caminar, mas el escenario permanece, como inmutable, como en una película de bajo presupuesto, precisó, un teatro, una novela, un cuento donde existe, uno cualquiera, similar a una repetición aburrida de actos y alegrías y desengaños, similar a un sueño, sin grandes cuestiones a la vista, sin pretéritos pluscuamperfectos o futuros conjugados, solo un presente continuo donde los capítulos nunca se cierran ni las épocas evolucionan, porque es un devenir monolítico, regido por un calendario único, y el mismo reloj universal.
Las divagaciones acaban estableciendo un símil entre el tiempo y la niebla, extendida sobre la cubierta del universo como un talco tibio, un algodón licuado que invade la atmósfera y fatiga la respiración, entra y sale de los pulmones con una fricción áspera, deja astillas cristalinas en el motor cardiaco, hace mala sangre.
La calidad del aire ha empeorado, advierte, sin reprochar a nadie la polución y el ruido. Mejor salir del embrollo cuanto antes, mejor progresar, hacer o no hacer lo necesario, rendir cuentas ante el Todopoderoso a su momento, ir a la defensiva con el porte erguido, la mirada analítica, la fantasía delirante a un lado, la dimensión aventurera o audaz o heroica aparte, lo trivial o claramente anecdótico consumen energía, trata de evitarlos.
A lo lejos una mujer canta, deslía un cendal como recordatorio sobre la fugacidad, sobre la importancia del amor que distingue a las personas de los animales. El caminante aguza los sentidos, nota las arenas calientes bajo los pies desnudos, los olores imbricados en un solo aroma, salobre, vegetal, cosmético, cambiante, que no requiere descripción ni constancia escrita.
Atraviesa una racha alcista, la brisa disuelve la bruma ―advierte aliviado―, la náusea quedó atrás, conserva la integridad del cuerpo y la entereza anímica, menos lobos Caperucita, bromea. El suelo duro se transforma en un colchón que reacciona al peso como el barro entre las manos del alfarero. Proporciona levedad, confort, una suerte de masaje terapéutico, un deleite, en sinergia con la cadencia sonora del cálido verso de timbre soprano, registrado a rachas, entre silencios. Son florituras cantadas, un encantamiento, por decirlo de alguna manera, una eufonía, sea lo que fuere, medida por un rumor de vida, precedida por figuraciones deshechas a manotazos, simplificada por la curiosidad, engrandecida por la fantasía.
Para conocer a la dueña del misterio, resuelve llegar rápido, corrige el paso, adquiere soltura en la gestión del movimiento, va depurando la técnica para enderezar la marcha cada vez que un desnivel del terreno lo desequilibra, mantiene el tono enfático, el estilo grandilocuente, aligera, corre, supera la inconveniencia del suelo arenoso. Ha divisado a una bañista, apresura por la línea divisoria donde el mar parece una lámina ondulante de metal fundido, un último esfuerzo, rebasa el último trecho, llega. Ha llegado sin resuello, contempla a la mujer que flota por sobre la inmensidad oceánica.
Es la dueña del verso, la maga propensa a los prodigios, domina la llanura donde levita, baila, en sentido metafórico, canta, se zambulle nadando y emerge como una criatura mitológica o un delfín repentino. La miró mirarlo. Vio los ojos celestes, la sonrisa lírica, los destellos producidos por la luz solar al atravesar incontables gotas que resbalan por su piel y parecen diminutos diamantes, vio su desnudez parcial, o total, quién sabe. Vio sus senos, no grandes ni pequeños: desafiantes, como pitones de toro, como ensamblados célula a célula para ilustrar conceptos rutilantes, asepsia, lactancia, libertad recién estrenada.
Mantuvo la mirada fija, absorto en la espectacularidad simple de lo femenino, más vívida contra la claridad diáfana y las aguas decorativas. Pronto corrigió su actitud de pasmado, inhibido por pudor, en parte, para transmitir una imagen cosmopolita, de macho acostumbrado a bregar con las hembras; también porque resulta insolente, de mala educación, de mal gusto, de poca o ninguna vergüenza, de pueblerino. Así pues, aportando unidad narrativa, vio a la musa recortada contra la tarjeta postal del Mediterráneo y era siempre como la primera vez, una exhalación acuosa embellecida por una miríada de perlas brillantes, a la que llamó Sílfide para entenderse hasta mejor proveer, dada su costumbre a tergiversar, exagerar o magnificar personas, situaciones y objetos, para ver una alegoría, un mito, donde solo hay normalidad, una mujer, una expresión cómplice, un cielo iridiscente en la mirada, un aura benévola, maneras de nadadora experta, rozando la expresión artística, unos siete segundos dilatados por la subjetividad.
El argumento, de súbito, entra en modo sinopsis, la intimidad, la materia con que están hechos los sueños, su hálito esencial, su cualidad efímera, un primer beso, el pulso eléctrico al contacto con otros labios, la dulzura húmeda con regusto a fruta estival, a paraíso.
El adolescente despertó. Reconoce su habitación, el póster de Queen, los libros sobre la mesa, la puerta cerrada, el rumor distante de una ciudad que se despereza. No encuentra a Sílfide, revisa las llamadas telefónica, se asoma a la ventana, busca anotaciones en su agenda, verifica su reino de pesadumbre, nada, Sílfide no está. Sale a merodear por la cocina, esperando un indicio, una noticia, una confirmación. Roza el absurdo, una mujer que entró y salió como una fantasma, con alevosía, evitando la escandalera que hubiera armado su madre al descubrirla.
Cede con reservas, abandona esa indagación disparatada, consciente de que el amor es similar a un sueño, eterno mientras dura, como bien cantó el músico Vinícius da Cruz. Ahora se resiente, el contraste entre la monotonía y la aventura de anoche, le produce un profundo desencanto, por darle un nombre sin criterio clínico, una astenia, un sinvivir, un síndrome de melancolía y rabia por haber despertado en la orilla equivocada.
Esa jornada canceló todas las tareas y señalamientos de su agenda estudiantil, permaneció encerrado en su cuarto sin dar explicaciones ni admitir injerencias o caldos de pollo.
En conjunto, visto por la madre, atraviesa una rabieta típica, un enfurruñamiento.
―Ayer estaba de lo más bien...―se lamenta―.
El padre se abstiene de comentar que me aspen si no se trata de un lío de bragas. Por cautela, alude al estrés, los exámenes, la falta de vitaminas, la presión excesiva para que ordene su dormitorio y se acueste temprano.
Considerando cualquier versión, todas aciertan. El protagonista de la polémica acaba de cerrar su cuaderno ordenador. Si no quedan puertas donde llamar, construye una, pensó en su padre y sus exhortaciones a la acción en lugar de quejarse, y lloriquear que qué desgraciado soy. Tampoco esa vez halló la réplica con que ponerlo en su sitio. La carpintería no traerá a Sílfide, sentenció.
Por entretenerse, por apatía, por conjurar la suerte mala, invirtió la mañana en recrear el episodio de principio a fin, o desde el beso último hacia atrás, hasta el comienzo; repite una a una cada escena minuciosa, escarba entre los detalles secundarios, cualquier dato pasado por alto.
Hojea a Freud, apropiado para establecer una interpretación académica, ojea entradas en un diccionario esotérico, menos riguroso, para asignarle significados sobrenaturales; luego quisó escribir e intentó consecutivamente un poema, una declaración de amor, unos estribillos, un relato y una composición de tipo epistolar. El producto obtenido, así como el esfuerzo aplicado, sirvieron apenas para exacerbarle su mal humor y apretar aún más el nudo interior que le atosiga.
Tras despachar a la madre, por enésima vez, con un caldo humeante o una tisana depurativa, arrimó tijeras y un lote encuadernado, se entretuvo recortando figuras acorazonadas, pequeñas estrellas, tréboles, sin un criterio establecido o un orden riguroso, un monigote, redondeles, rombos, una tipología aleatoria, hasta agotar cómics, revistas, las páginas del Quijote, impresas en una edición con ilustraciones de Gustavo Doré.
Por acumulación, forman un montículo apreciable sobre la mesa, que más adelante, al abrir las ventanas, un viento súbito atrae en remolino hacia el techo, lo descompone en unidades básicas y dispersa el papelorio hecho añicos. A continuación, los pensamientos de papel fueron cayendo por su peso, como un confeti de colorinches, minúsculas geometrías charoladas, constelaciones, frases y letras huérfanas; una tómbola de azares revueltos, y alegrías fingidas y reversos cogidos al vuelo para leer: persona, triste, de cuyo nombre no me puedo acordar.
Perdido en la subjetividad, esa noche intentó soñar a voluntad con la protagonista, eliminando elementos innecesarios. Ni siquiera pudo dormir, durante un duermevela descorazonador, pues entre las facultades humanas no aparece la opción de fabricar vida, construir mundos, revertir el tiempo, hacer tangible lo ilusorio, vestir la quimera.
En las semanas subsiguientes, recluido en sí mismo, en un cuarto donde la realidad no discurre, sino que permanece estancada, padeció una mezcla confusa de emotividad, estulticia, aflicción, desesperanza, un amor malogrado, sin correspondencia ni sustancia, que cursa como un catarro vulgar, una dolencia estacional, un querer y no poder, una obsesión, un rumbo desquiciado.
Según evoluciona el almanaque, el episodio onírico va haciéndose más nítido en su memoria, pasando a ser inmediatamente anterior al momento actual. Intensificó su abulia hasta el extremo de inmovilizarlo en la cama, sin tomar alimentos ni atender las peticiones de su familia, abandonado a una pesadilla despierta, llena de seres y objetos sin sentido ni consistencia. Eventualmente, duerme, para peor, pues nunca encontraba el reverso del realismo, la playa, la muñeca aguanosa, a tamaño natural, el lustre perfumado sobre el pelo taheño, las brasas hipnóticas del mineral vivo, los labios frutales, el noviazgo instantáneo.
Otra mañana, amaneció consumido, hambriento, con plomo líquido en la cabeza. Tiene malestar en cualquier posición acostada, respira mal, así que decide levantarse y retomar la normalidad. Como cierre del episodio, ha garabateado una conclusión en su agenda, un reproche al destino, acaso los sueños y el momento de nacer o morir, son ajenos a la voluntad y nadie sueña, nace o muere cuando quiere, sino cuando puede y le dejan.
Para entonces, sus padres asumieron que estaba perdiendo la razón y pidieron cita al psiquiatra. Al conocer la decisión, aseguró que irá donde haga falta, para evitar males mayores, aunque intuye que ninguna ciencia tiene remedio contra el desamor, la suerte aciaga o la necesidad hormonal de alcanzar la Luna; en compensación, el tiempo y el olvido sí pueden arreglar las heridas del corazón.
Pronto salió a callejear, curado de modo parcial del hastío, empezaba un borrón y cuenta nueva, que es como decir otra vez lo de siempre, dejarse llevar por la inercia, seguir hábitos, costumbre, rutinas. Pese a la cautela, siempre habrán contingencias inesperadas, pensó, antes de sortear la bocanada horizontal de transeúntes arrojada por una estación de metro.
En el parque, repasa los sucesos recientes, ata cabos sueltos, advierte indicios que antes no había considerado, los siete huevos dispuestos en la encimera, que estallaron uno tras otro sin causa aparente, las siete mariposas grandes y blancas como pétalos que revolotearon a su alrededor y se esfumaron en el aire, la quiromante callejera que intentó leerle la palma de las manos asegurando que una mujer joven sufrirá por su causa. Un sartal de presagios o señales cifradas, susceptibles de interpretarse como advertencias sobre un suceso inminente, trascendental, resolutivo.
La previsión hecha, aparte de crearle expectativas, funcionó como recordatorio sobre la resignación, llevándole hasta las postrimerías de una época, la vigilia donde las ilusiones se estrellan, los propósitos expiran, el esfuerzo termina, agotados por su propia dinámica exhaustiva. Acabarán los paseos pensativos, el empeño, la violencia hormonal, el duelo, el encierro en una habitación, la melodía romántica escuchada una y otra vez, para dar salida a una emotividad confusa, válida para expresarse y saludar a su musa.
Allí donde menos sospechaba su presencia, terminó encontrándola. La urdimbre de coincidencias y demoras y nudos entrelazados, la vida, guió sus pasos hacia las instalaciones deportivas del instituto al que va los días lectivos.
La fuerza gravitatoria hace caer un bolígrafo, bajará rodando desde las gradas, perseguido por el estudiante. Logra interceptar su trayectoria junto la piscina; alza la vista y, como un rayo fulminante que enciende la noche, reconoce a Sílfide, por entenderse, la mujer del sueño. Nota los latidos violentos contra su pecho, el alboroto dentro de su cabeza, el martillazo con que encaja la última confirmación a su certidumbre.
Vuelve a sentirse el alma hormiguear, mientras observa o contempla a la mujer, en su cielo cautivo de aguas térmicas, idealizada por una entelequia que confiere una propiedad extraordinaria al encuentro. Como alumna, asiste a una asignatura optativa, simples ejercicios de gimnasia acuática.
Luego entonces, la realidad ha terminado por imitar al sueño, toscamente eso sí, de tal suerte que la repetición hace pensar en un artificio creado por la mente, como los espejismos del desierto y el sediento. Excepto la actitud de Sílfide. Continúa indiferente, no le dispensa atención, no sugiere cercanía, no le sonríe, ni tiende los brazos o le guiña un ojo; significa que no hay ningún trato, complicidad o romance entre los dos. Por consiguiente, asume el nuevo orden establecido, bastante molesto porque después de todo, nada ocurrirá entre ambos, aquí en el mundo real.
Lógicamente, quiso inscribirse a las clases de natación, pero todas las matrículas estaban cubiertas. Aun consideró un disparate esperarla a la salida y confesarle sin retórica, ambages o eufemismos, su íncreible historia de amor. Amar y ser amado y esos tópicos del folletín romántico quedan aparcados, asume la dificultad cerrada del acercamiento, al menos por ahora, regresa al devenir diario, al mundo sin ella, a las cuatro de la tarde de una jornada cualquiera sin su sonrisa mágica. Sale a la intemperie, rumiando estrategias, cómo acceder a una desconocida, pedirle una cita, un autógrafo, nunca un beso, hacer una reverencia a su paso, escribirle, como mínimo, unos versos, encantarla, hacerle saber que es un hombre, que vive muriendo, que necesita tiempo para añadir al tiempo que ayer tuvo con ella, una segunda oportunidad, quizá despertar o no despertar jamás del hechizo.
Pensó rápido, plagiando frases enteras del novelista Javier Padilla. Asume la evidencia, como otrora, cabizbajo, vencido por la sensatez, sin saber que la bailarina acaba de exhalar un eructo insonoro, tras ingerir por accidente un sorbo del agua donde se mantiene a flote, luego suspiró, con la mirada perdida y los brazos apoyados sobre el borde externo, mientras recuerda al hombre que estuvo detenido unos segundos frente a la piscina de su vida, y era la réplica exacta de quien se había enamorado sin remedio durante un sueño irrepetible.