El Último Arlequín

En memoria de quienes nunca llegaron adonde querían

He permanecido quieto y mudo durante horas, quizá por acumulación sean días enteros. No sé, no importa, sigo erre que erre, digamos que el personaje sustituyó a la persona, un comediante representa una estatua que interpreta a un arlequín metálico, expuesto al criterio general. Un último esfuerzo y volveré a ser humano, pero convertido en atracción turística, una celebridad dueña del record mundial de inmovilidad.

Aguanto carros y carretas, eso sí, me dejé el pellejo en el camino, tuve una fiebre de caballo, hasta puede que muera por inanición o agotamiento nervioso. Aunque será después de vencer, solo después del sacrificio y la cartera masiva de clientes, transmisible vía hereditaria. A fin de cuentas, el talento se basa en el trabajo, el entrenamiento, la repetición, el aprendizaje; conocer las variantes, dominar los tiempos, el nervio. Por tal propósito razonado, la muerte debe esperar turno.

A intervalos, los niveles de audiencia suben, con perjuicio para la competencia, la momia, el androide, la Giralda de Sevilla, el faquir que levita; simples aficionados, en cuanto reunen unas pesetas salen corriendo a por un bocadillo de jamón y una cerveza, ajenos a la decepción de los asistentes.

En contraste, ni siquiera una cagada, depositada con naturalidad por una paloma sobre mi cabeza, obtiene una reacción. A esto lo llamo rigor profesional, compromiso, favorecer la notoriedad, por así decir, dar carnaza de qué hablar. Una vez que la mecánica del boca a boca muestre su expansión kilométrica, el objetivo será la conquista global del mercado, dicho con terminología empresarial. Tampoco pasarme de listo, dado que el esfuerzo no siempre genera resultados y riqueza.

Al margen de ideales y proezas, la motivación básica consiste en llenar la cazuela, dormir bajo un techo, mantener a la familia, y escalar uno a uno los peldaños, niveles o jerarquías de la pirámide de Maslow.

Que qué pirámide de maslow ni ocho cuartos, la jornada no acaba nunca, son muchas horas del tirón, el actor ―este servidor― que viene a revolucionar el teatro popular y poner las cosas en su sitio, ni siquiera puede moverse, confundido por el simulacro, mimetizado con las apariencias, harto de este maniquí inorgánico.

A decir verdad, tuve un rato de agobio, pensé bajarme del pedestal, quitarme la máscara, admitir que soy una simple persona, muerta de hambre y sed y calor, exasperada por el cansancio, la picazón, los calambres, los retortijones, la necesidad de estornudar. Hasta que la tormenta ha remitido, dejándome a solas con mi conciencia. Luego, bien pensado, el espectáculo debe continuar.

Oigo cada moneda dura caer sobre el montoncito de calderilla, tres, cuatro, un repiqueteo; oigo el murmullo del gentío, el roce continuo de la muchedumbre entre sí. Oigo crepitar el aire durante un repunte del calor. He cerrado los ojos, para aliviar la irritación ocular.

El ruido, por ende, tiene valor estadístico, me permite cuantificar la afluencia de público. Definitivamente, se mantiene al alza, pese a la canícula y las horas de la siesta.

Un grupo selecto en primera línea intercambia impresiones, tal vez sean empresarios americanos examinando una oportunidad de negocio, tal vez sean críticos de arte, leyendo entre líneas, tiene nervio, un significado recóndito, dice una voz profesoral.

Acaso esté inventando las sensaciones, la presencia multitudinaria alrededor, el hastío de representarme a mí mismo, la cera derretida del maquillaje con que pinté una sonrisa cosmética.

El resto del atrezo se mantiene en su puesto. Lo importante no es la alegría, el pasarlo bien, sino hacer ver que estás alegre y vives momentos inolvidables, por decirlo rápido, el hábito hace al monje. En este oficio el disfraz tiene un tratamiento especial. El mío resulta verosímil, hecho a duras penas con remiendo y zurcidos, improvisé complementos, sustituí trapos sueltos, buscando aquí y allá arreglos e ideas, trucos ópticos con que mostrar un lustre metalizado y contemporáneo, trampantojos para sostener la pose hierática.

Soy un arlequín petrificado en la eternidad. Fuí un loco de remate, con un embudo enorme en la cabeza; fuí una máquina que regalaba versos, fuí un corazón flechado por cuyos pliegues salían burbujas iridiscentes, fuí tonto de pueblo, de los de antes, todo cejas, boina y pana basta.

Fuí un pitecántropo sin recursos, a tenor del rótulo adherido a la tarima, hasta que una alumna de colegio privado y clase rica, líder de la excursión, arrancó el cartón y lo partió en dos, mientras justificada su conducta: Eres un sinántropo, listo, está prohibido pregonar churras por merinas.

A consecuencia de la modernidad, queda pendiente ponerse al día, entender qué pintan las ovejas en una norma, y aclarar la diferencia, si existe, entre dos grupos antropológicos de la prehistoria.

El historial de personajes incluye uno ataviado con armadura, morrión y estandarte, un caballero del medievo. Toda la parafernalia la compré a buen precio en una chatarrería, el comercial me previnó: Mejor échale lubricante, tiene sus años.

Pasé por alto la advertencia, y mucho después, terminada la función, comprobé que era imposible salir del ataud en que se había convertido el disfraz, con todas sus piezas, juntas y articulaciones unidas por la soldadura del óxido.

La policía intervino, a instancias de los viandantes, hay un hombre atrapado dentro de un armatoste ―indicaban a gritos―. Los bomberos, mediante una sierra eléctrica, abrieron en canal el caparazón, dicho a su favor, con una elegancia quirúrgica.

La anécdota me hace sonreir, resulta irritante o me hace sentir patético, según el humor. Hace tiempo que lo vengo pensando, en cierta manera nunca escapé del artificio, los minúsculos problemas del día a día son los de siempre, la misma esperanza absurda de que todo cambie y todo perdure.

Alguien se preguntará: ¿qué harás después? A ver, no es bueno montarse historietas mentales sobre el futuro, especialmente cuando la suerte decide los resultados. Pese a la advertencia, si el negocio prospera optaré por diversificar, me transformaré en sociedad anónima y cotizaré en Bolsa. Más adelante, claro. Ahora debo estar callado, pasivo, catatónico, conforme al guion.

Puedo recapitular. En mi patria, tras el plebiscito, las coaliciones entre ideologías se sucedieron, solapadas al torrente normativo generado por infinidad de siglas extranjeras, las leyes favorecían aquello que intentaban corregir, las cosas vistas por televisión no se apreciaban después a pie de calle, los valores abstractos y los bienes universales prevalecen sobre las personas, el discurso público adquiere rango de dogma o tesis doctoral, cuya razón no admite réplica ni debate. La normalidad prevista se volvió catastrófica, depara caos, efectos masivos, carestía, mala vida.

En contraste, un cuarenta por ciento del territorio revertirá a su estado salvaje, mientras la civilización asume una dependencia absoluta a la electricidad. Coches, edificios, monedas, ordenadores, cigarrillos electrónicos, hasta un simple patinete funciona solo si cargas y recargas su batería.

La pelotera sin dios ni favor evolucionó hasta el extremo de no saber quién gobierna a quién, o para qué, ni cuántos intereses protegen con nombres rimbombantes, mientras sobran baldas en la despensa y ser agrónico, persona especializada en sistemas de cultivo por ordenador, no sirve donde escasean los cultivos.

En otras palabras, cómo salir adelante, con una mano delante y otra detrás, por decirlo así y no de otra manera. A consecuencia del exceso realista, preparé un equipaje ligero, casi con lo puesto, enfilé al paraíso de las europas modernas. Todavía veo ondear la señal del adiós de mi cónyuge, junto a la niña vestida como un juguete dominical. Quisé hacer una instantánea con el teléfono, pero la batería estaba seca, por ese motivo, mi imaginación repite la escena una y otra vez, aferrada a lo entrañable, lo que fuimos antes, la cualidad humana, el amor desinteresado, la esperanza recurrente, pues la distancia impuesta por los años suele arrastrar las certezas y el recuerdo hacia los sumideros del olvido.

Lo cierto es que tengo el alma desmigada sin saber bien porqué. Tuve un hogar, una esposa, una hija, una maceta con flores. Ahora están lejos, esperan, me esperan, si tuviera una bola mágica... Quizá cada persona posea un destino, escrito en sus genes con un código cerrado, quizá una contingencia, un error, un cruce de múltiples casualidades, puede alterar el curso natural que lleva a su realización, a la plenitud, a una suerte de felicidad primitiva. Quizá ese desajuste explica mi sensación de pérdida irreversible, el remordimiento, los reproches por haber dejado trozos de eternidad sin vivir, veladas, encuentros, interacciones, pequeñas cosas que ahora entiendo valiosas e irrecuperables.

Acaba de venir una señora jueza, asistida por la comitiva judicial. Se mueven deprisa siguiendo el protocolo, hacen averiguaciones, rellenan formularios, firman y sellan papel timbrado. Proceden a realizar el levantamiento de un cadáver.

Está en curso una jornada de huelga general y es festivo, con cierre total de comercios y hostelería. Físicamente nadie puede comprar, vender, alquilar, consumir. Este contexto supone una losa aplastante, para una sociedad orientada al rendimiento productivo y el ocio. Hay pocas noticias frescas y novedades, ninguna oferta estimulante, ninguna variación de la monotonía.

En consonancia, sobreviene un síndrome de aburrimiento generalizado, nada que hacer excepto pasear, de la Puerta de Sol a la plaza de Santa Ana, verificando la calle Preciados de punta a punta. Cualquier primícia será fagocitada sin reparo ni mohines escrupulosos, aunque haya que negar el sentido común y todos y cada uno de los principios del método científico.

Los primeros testigos atraen a los segundos, y estos al siguiente tropel curioso, todos necesitan asistir a la escena sin que se la cuenten. El cinturón de recién adscritos pronto será reemplazado por una nueva fila concéntrica, durante un goteo inicial que cambia a oleadas en una fase posterior. Las personas situadas en la periferia aceptan la obligación tácita de informar a los advenedizos, como hormiguitas que transmiten un bolo alimenticio, un mensaje químico de confirmación o pertenencia.

El perímetro, conforme se distancia del centro neurálgico, tiende a completar la información recibida. Más adelante, una capa de la cebolla informativa libera una creatividad inusitada, las versiones se ramifican con cada onda expansiva, el relato original se pierde, queda atrás, omitido por una mensajería caótica que entrega sucedáneos de la verdad, rumores, extendidos hacia los flancos, a retaguardia, incluso, avanza por debajo del suelo, a través del metropolitano.

Ya no resulta pertinente hablar de público, porque presupone un orden estructurado, una lógica distributiva. A vista de pájaro, retransmitido por un helicóptero, las autoridades aprecian una masa compacta, vibrante, un fluido gelatinoso que se derrama sin contención ni permisos reglamentarios por el centro urbano. Parece un enjambre, parece un hormiguero, un cardumen, pongamos como ejemplo cualquier conjunto homogéneo de seres vivos.

Finalmente, el protagonista tampoco entiende la magnitud del fenómeno. Mañana saldrá en la prensa, igual que las celebridades y las personas importantes. Ha completado la tarea, llegó a su destino, una paradoja indeseable, está ahí sin estar en verdad, pues como dicen, yace de cuerpo presente; como diría el poeta, trae el alma ausente. Dicho por el filósofo, pagó su precio al barquero. Expresado con estilo pictórico, tras la sonrisa perpetua. Publicado en un blog: hombre simula su defunción para cobrar un seguro. Emitido por la portavoz oficial: unidades de intervención rápida del ejército, con tanquetas y munición real, patrullan las calles para restablecer y garantizar el orden público y la paz social. Rubricado por la forense: causa del fallecimiento: anemia aguda. Como diría él, el teatro de la vida.

© FJ Padilla