Portada EL EXAMEN

Cada persona interpreta la realidad condicionada por sus creencias, temores, sospechas y razonamientos.

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Las petunias envejecían en los jardines artificiales de los maceteros, en el aire de acuario de los atardeceres en agosto. El opositor a judicatura alzó la vista hasta las flores desvaídas del balcón, y después vio el manojo de ramazones trémulas de los palmerales en un colegio de primaria cercano; se frotó las sienes doloridas por el esfuerzo prolongado del estudio. En Elche, a esas horas, se abrían las puertas de las fábricas y talleres de calzado y las sirenas anunciaban el fin de una jornada y los grupos de obreros comenzaban a dispersarse en la cuadrícula de la ciudad, sólo entonces un olor a cuero y pegamento se diseminaba más allá de los barrios industriales y quedaba flotando entre el vuelo de las golondrinas como un fantasma sin forma hasta desvanecerse en la nada.

Abel sentía ese olor. Encendió un cigarrillo sin boquilla, y comenzó a mascar el humo denso y caliente. Era tanta su ansiedad que las ideas le venían de tres en tres y se apelotonaban en su cabeza y se le mezclaban sin permiso de nadie mientras iba desgranando el rosario de sus tormentos de opositor suspenso.

Cada dos años el ministerio de asuntos públicos convocaba exámenes para cubrir plazas vacantes de juez, y en cada convocatoria la complejidad de las pruebas y el número de aspirantes había aumentado en proporción geométrica desde la tarde de un dieciséis de septiembre de seis años antes en que entró con su licenciatura de derecho recién estrenada y sus ambiciones de apártense todos, señores, que aquí llega el nuevo juez, en un aula de universidad por cuyas ventanas con persianas de madera se filtraban haces de luz polvorienta, y se puso delante de cinco magistrados impasibles que vestían la toga negra de raso con pasamanería de encajes blancos alrededor de las bocamangas, y oyó como en un sueño los tres temas seleccionados por los arbitrios del azar que debería exponer sin errores. Silencio señores, el Juez está pensando, se sonrió, los sabía todos, claro que sí, y el tiempo ya no estaba medido por una lenta cadencia analógica encerrada en su reloj de pulsera sino por la sucesión vertiginosa de números digitales del cronómetro del tribunal calificador. De manera que después de preparar las líneas maestras de su exposición en unas cuartillas, levantó la cabeza y miró los cinco semblantes imperturbables escudriñarlo desde el otro lado del conocimiento humano, miró las espadas de luz con partículas de polvo atravesando las rendijas de los ventanales y justo antes de comenzar su disertación fue plenamente consciente de que no le alcanzaría el turno para completarla. Así que habló apresuradamente, trastabillando, sudaba, donde quería decir demandado decía demandante y se le enredaban conceptos elementales sobre leyes que habían sido derogadas por otras disposiciones que finalmente carecían de fuerza para obligar porque en el desarrollo de algún artículo constitucional se anularon parcialmente. Una sustancia fría y húmeda había ascendido por su columna vertebral hasta la nuca y le estaba estrujando el cráneo con la furia de una migraña virulenta. Silencio, señor licenciado, no es necesario que siga. Se paró el mundo, silencio, el tribunal está deliberando. Uno de los cinco sabios habló: Este Tribunal ha decidido por unanimidad declararle no apto en las presentes pruebas de aptitud para ocupar cargo en alguna de las siete vacantes que han sido propuestas en esta oferta de empleo público. Y después añadió: Debe procurar mayor claridad en su actuación y más celeridad en la preparación de los temas. Pero también pensó: quizá tengas mas suerte como alguacil.

Después de seis años el temario completo de trescientos temas y ciento veinte anexos sería modificado en su totalidad y paralelamente se reformaría el aparato judicial en toda la nación, de manera que un nuevo fracaso en el examen le obligaría a remontarse a los orígenes de sus esfuerzos de opositor, desaprender lo estudiado y recomenzar como un novicio recién salido de la universidad.

Por esa época, Abel se debatía en el límite de la resistencia humana, fumando continuamente para aplacar sus ansias, enfebrecido por la ambición desmesurada de quien no renuncia a dirimir los destinos de los hombres, porque era una inclinación tan natural y tan antigua en él que ya de niño ejercía la ciencia de solucionar las disputas entre la chiquillería de su barrio por asuntos de canicas. Dormía poco, para dilatar los dos meses insuficientes que le distanciaban del examen final o incluso no dormía y aparecía en el balcón con los primeros destellos del alba, rumiando las últimas teorías jurídicas aprehendidas hasta que el mundo se desfondaba y él quedaba en su hamaca de lona nadando en un estado de ingravidez e inocencia entre el sueño y la vigilia en un limbo sin dueño donde habitan extrañas criaturas bondadosas con voz de mujer que susurra Abel, Abel, mírate como estás, y era su novia de toda la vida, Encarnación Cifuentes Losantos que llegaba como todas las semanas desde la isla de Tabarca para sacarlo de su postración de estudiante insomne, le aireaba la casa, tienes que bañarte, le bañaba con una dedicación de madre, y aféitate que da pena verte, le afeitaba con sus lentas manos de enfermera tierna y le ponía a dormir en una cama limpia mientras organizaba el desorden de cuartel que se amontonaba por las habitaciones, toda una mujer de bandera, sí señor; llegaba todos los viernes anunciada por el tintineo de sus llaves en la puerta principal, y cuando entra en el ámbito de la estancia suele dispersar sin saberlo la fragancia del mar, porque la trae pegada a su piel de ninfa, y era tanta la intensidad de su frescura de mujer que su cercanía en ocasiones le provoca ensoñaciones de albercas y aguas mansas de eternas juventudes con cantos corales entre arpas y violines y racimos de uvas con sabor a la sal de sus labios, mientras lo ayudaba a levantarse de la tumbona y le decía Abel que ya estoy aquí.

Las flores languidecían en los paraísos de tierra y estiércol de los maceteros de piedra gruesa y en la ciudad inmensa empezaban a encenderse las primeras luces. Se recordó a sí mismo recorriendo apresuradamente con el dedo índice la sección de ofertas de empleo de los periódicos locales, le, let, letrado, se necesita letrado, aquí está, iba, qué experiencia tiene usted en temas civiles y sociales o en chanchullos fiscales, yo señor ninguna...acabo de terminar la carrera, bueno ya le llamaremos. Y luego no le llamaban. ¿Trabajaría diez horas por la mitad de un sueldo de aprendiz?. ¿Tiene conocimientos de inglés, alemán, francés, japonés y ruso?. ¿Posee, tal vez, conocimientos básicos de ingeniería de software?. ¿Tiene menos de veintitrés años y más de diez años de experiencia como abogado en casos de divorcio?

Toda una retahíla de preguntas inverosímiles en su largo y arduo peregrinaje en busca de trabajo como abogado de casos fáciles que lo dejaron con la voluntad extraviada entre los vericuetos del desaliento y la economía doméstica tan malparada que tuvo que aceptar de urgencias la primera proposición sensata que le hicieron de siéntese usted ahí durante cinco horas y simplemente ensobre estas octavillas y pegue bien todo, así no, así, y cuando venga alguien dé una voz para que salgamos a atender, ¡ah!, se me olvidaba, ¿sabrá hacer fotocopias verdad?, y a todo dijo sí, y laboró con tanta diligencia y seriedad que ni el jefe más sagaz hubiera podido entrever el verdadero semblante de sus pensamientos ocultos y pensaba: tanto estudiar para esto, malparidos, pensaba en todas las ilusiones cocinadas a fuego lento durante tantos años universitarios y en la aureola de triunfo que le envolvió por las tres matrículas de honor sacadas a pulso en las asignaturas más ingratas, también en la estudiante de pelo ondulado, cambiante, en ocasiones parecido al oro viejo, otras al cobre nuevo; tenía mirada azabache, ojos intensos, manos de madre de familia numerosa, con andares de adolescente imitando a una reina que andara con la parsimonia de una vaca que fuera parecida a una lujosa gata sin celo, que años después descubrió como ilustrísima señora magistrada jueza titular de un juzgado de capital de provincias, y a la que secretamente profesó una admiración de actriz de cine de fírmeme usted aquí un autógrafo; lo cierto es que no tanto por sus escasas calificaciones sobresalientes o por su físico sino por su voluntad acerada que era tan inquebrantable o más que la suya.

No siguió buceando en el océano insondable de sus propios recuerdos porque un dolor instantáneo entre los dedos le hizo alcanzar la orilla de la realidad sensible y comprobar que el cigarro estaba consumido, lo arrojó contra la bañera desbordada del cenicero de porcelana y agua, y se sopló varias veces entre los dedos, sintiendo un alivio inmediato. Así, mientras enviaba minúsculos huracanes con su boca para sofocar los estragos de las brasas ardientes vio la carta. Era un sobre color caramelo, rectangular, sin membrete ni remitente, que había llegado hasta su buzón tres días antes por un error en el reparto postal, y cuya destinataria le resultaba extrañamente familiar al estudiante de judicatura, pero no podía precisar quién ni dónde ni cuándo.

Durante los tres días que permanecía en la vivienda el sobre misterioso de color del azúcar tostado había aparecido en todas las habitaciones, en una silla, sobre la cama, encima de un plato de la cocina, como si lo persiguiera con vida propia. El letrado elaboró diferentes hipótesis sobre su contenido, origen y destino, mientras le crecía una curiosidad sin sosiego, hasta que al final de un largo debate privado y siendo consciente de que contrariaba en un solo acto el orden penal, moral y las convenciones sociales, manejó un estilete plateado con la empuñadura de forma de águila real y con la precisión de un cirujano fue abriendo el sobre y terminó sacando una carta milimétricamente doblada en tres partes, de cuyo interior salió, como una paloma etérea, un aroma denso que revoloteó en todo el ámbito de la sala, una mezcla de carmín y cosméticos afrutados y lentos baños tibios de geles íntimos de fresas salvajes. Desdobló la carta, la alisó contra los bordes de la mesa y la leyó sin pausas pero sin prisas, masticando las palabras, y conforme devoraba cada línea escrita iba ingresando en los laberintos mortificantes de la incertidumbre, no sabía que cosas así pudieran ocurrir, pensó, pero estaban ocurriendo, y se quedó patroneando ideas propias, sentado frente al temario completo de trescientas lecciones y ciento veinte anexos, alumbrado por la luz de un flexo, cavilando sobre el contenido increíble de la carta, sobre su propio porvenir incierto, si suspendo recurriré al turno de oficio, tan mal pagado que no da ni para comer, o me iré como célibe a un monasterio o viajaré a Inglaterra para trabajar, pero después de todo qué, un único examen cada dos años.

Esa noche no estudió más, no cenó, y se acostó temprano, acompañado de una enloquecida migraña que le estaba triturando un lado del cráneo, y solamente vio el itinerario efímero de una estrella incandescente destrizarse contra el infinito en el océano de puntitos titileantes del cielo oscuro y se acurrucó en posición fetal, sintiendo frío, y se dejó llevar flotando en una barcaza incorpórea hacia el otro lado de la realidad.

Los días pasaron veloces como lobos hambrientos detrás de una presa aterrorizada. Las petunias sin aroma estaban afligidas desde que unas manos de mujer dejaran de cuidarlas. Abel se asfixiaba en el veneno de sus cigarrillos sin boquilla y parecía un resucitado o un náufrago: las mejillas hundidas, la barba de cuatro días, la mirada afiebrada, los movimientos lentos y torpes de un preso haciendo cruces sobre las hojas del calendario, desde que su novia de toda la vida, Encarnación Cifuentes, le dijo que ahí te quedas con tus penurias de estudiante y tus ínfulas de juez, y se le había marchado sin ninguna explicación con un empresario adinerado quince años mayor que ella hacia un hotel de las costas de Tenerife, y él había salido corriendo al leer la nota de despedida escrita con lápiz labial en un espejo y cuando llegó al puerto sólo le dio el resuello para ver la estela de su sonrisa brillante de actriz y el ademán del adiós tras una vidriera ovalada del buquecito tabarqueño, en el festival de confeti y serpentinas y los vítores y los adioses de pañuelos blancos de la bullanga de una muchedumbre celebrando la partida de unos recién casados.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise, recordó a Neruda, y recordó también cuando contemplaban la noche sobre sus cabezas, ese lienzo infinito con el relieve de la inmensa barca crepuscular de la luna creciente, veían las incontables migas de luz punteadas con rotulador amarillo fosforescente, y les ponían nombres ficticios, aquella de ahí se llamara Nabucodonosor, no esa no, esta otra, pero le podremos llamar Nabu, y preparaban proyectos para cuando él aprobase la oposición dentro de tres años por estas mismas fechas si dios quiere, cogidos de la mano y con los dos corazones atravesados por una flecha cupidiana y unidos por una orla de cenefa de hojas de laurel como en una tarjeta postal veneciana, y se prometían amor eterno y fidelidad incondicional hasta que la muerte nos separe, sí señor; pero en la compleja imbricación del artificio de fichas de dominó de buenos sentimientos y porvenires compartidos, una mano o un azar o un no se sabe bien qué había empujado la primera pieza que a su vez hizo caer la segunda y ésta derrumbó la siguiente y así, sucesivamente, hasta que todo el entramado se desmoronó, y solamente quedó el amante despechado apartando a manotazos al ángel aciago del mal de amores, y diciendo adiós Nabu, adiós señor opositor, antes de reconcentrar sus pensamientos una vez más en ese universo frío de las teorías científicas de los libros.

En las postrimerías de su infortunio, repasó una vez más a través de Internet las listas de admitidos a las pruebas, y en la posición trigésimo novena, mantenido por un chorro puro de electrones sobre el monitor del ordenador halló la ristra de caracteres de doce píxeles que le hizo dar un puñetazo sobre la mesa gritando: ¡Te encontré! Y en efecto, lo había encontrado, y era exactamente igual que en la carta, y desde ese momento habría de comprender lo que ya era una evidencia.

En la víspera del examen, la primera ventolera abrió de par en par la ventana de su habitación y levantó en volandas las cortinas de visillos y trajo consigo una nevada de infinitesimales corpúsculos de agua de lluvia. Abel despertó sintiendo el rocío, se asomó al mundo, sin novedad, la ciudad dormía, un gato melancólico de un tejado próximo maullaba como el llanto de un niño, desde el ático podía columbrar los límites del vasto hormiguero de casas y edificios, todo ese cenagal de ilusiones y vidas paralelas o entremezcladas de tantos seres humanos con los sueños varados en el fango del tiempo, veía la neblina luminiscente de la llovizna bajo las farolas. Se desperezó, renovado por el soplo vivificante de quien se sabe predestinado al pedestal de dilucidar los pleitos entre los hombres y decidir quién es quién y para qué. Estaba eufórico. Movido por un poder telúrico más viejo que él mismo, se dejaba enraizar en la vida por la rutina de su condición biológica, después de las abluciones matutinas, el afeitado facial, el arrancado de algunos pelos en nariz y orejas, se solazó en el sabor fuerte y amargo de un café caliente, y se hacía a sí mismo la promesa irrompible de abandonar el vicio malsano del tabaco, que así sea, y escribía en un post-it de color amarillo: tengo que dejar de fumar, y lo pegó a un paquete de cigarrillos, y luego escribió en otro papelito: tengo que olvidar a Encarnación Cifuentes Losantos, su novia de toda la vida, y adhirió la nota en el cabezal de su cama, y en la lámpara portátil del estudio colocó otra más en la que se podía leer que voy a aprobar esta oposición, sí señor, y así fue llenando la casa con notas adhesivas manuscritas y frases breves diciéndose a sí mismo las cosas del corazón o de la cabeza que tenía que hacer o deshacer.

En esa exaltación de buenos propósitos, cambió las petunias frígidas por rosas blancas de plástico que no requerían cuidados especiales, y dejó la casa perfectamente ordenada y limpia y ventilada. Leyó otra vez la carta de caligrafía grácil, que mucho antes de esa jornada de júbilo había recibido traspapelada, y el nombre de un hermano de la destinataria que de tanto repetirlo le parecía que él mismo se llamaba así, Asdrúbal García Cienfuegos, Asdrúbal García Cienfuegos, un privilegiado supongo, sí señor, todo un privilegiado, y leía el reguero de tinta verde de la misiva y se detenía en cada una de las letras de principio de párrafo porque estaban dibujadas con un preciosismo barroco y con trazos más gruesos. Era una declaración de afecto de una mujer hacia otra por alguna causa no especificada directamente o que pudiera deducirse del contexto, y en prueba de mi más sincera gratitud y devoción le acompaño lo prometido para su hermano Asdrúbal, TM. 39, 150 y 298, quedándome a su más entera disposición y deseos y afectuosamente firmando la presente para que Dios guarde la suya vida durante muchos años; y la mujer misteriosa estampó un beso de carmín rojo junto a la rúbrica.

Así que el nombre del verdadero destinatario le estaba resultando familiar desde un principio y el significado cifrado del mensaje sospechaba que le habría de torcer el rumbo a su existencia de opositor suspenso y los desvelos en tantas noches de no poder dormir por la excitación de la cafeína de la ansiedad, recortando figuras geométricas con formas estrelladas en papel charol, u oyendo un programa radiofónico donde la gente podía llamar por teléfono para desfogar sus penas o contar sus pequeños problemas domésticos, caminando circularmente con su caminar de sonámbulo con las manos juntas a la espalda, mientras lo atormentaba la intriga, y repasaba mentalmente todos los lugares donde hubiera podido leer un nombre, agenda, no, periódico, esquela, no, edictos, libros, folletos publicitarios, no podía ubicar la pieza central del puzzle de personas y circunstancias que debería dar significado a un lacónico TM. 39, 150 y 298, y la penumbra de la sala se inundaba de luz verde por el entramado iridiscente de un rótulo de neón puesto en la fachada de un local comercial, entraban fogonazos anaranjados, rojizos, amaneceres instantáneos de color azul, hasta que el animal atormentado resoplaba y asestaba un palmetazo a ras de la mesa y en un momento quedaron suspendidas en un microcosmos las centenares de pequeñas estrellas de papel tornasolado que había fabricado y fueron descendiendo en la aurora efímera de los soles fluorescentes. Llamó al programa de radio: Buenas noches, si alguien sabe quién es Asdrúbal García Cienfuegos que por favor me llame. Colgaba el auricular. Sonó el timbre del teléfono. Hola, señor, yo me llamo Asdrúbal, pero estoy muerto, estamos todos muertos porque el autobús ha volcado, pásele recado a mi mama. Un bromista, cómo es la noche, pensó, pero días después supo que en un viaje de fin de curso un transporte de escolares había tomado mal una curva, y el conductor dio un volantazo, y el vehículo empezó a dar vueltas sobre sí mismo mientras avanzaba desformándose entre la deflagración de vidrios y los reventones de las dieciséis ruedas y el chirrido de todos los hierros del mundo arañando el asfalto, pobrecito Asdrúbal.

Al salir a la calle, en el vacío dominical de la barriada de obreros, no sintió remordimientos ni amargura al recordar tantos duermevelas y tantas mezquindades del amor y del poder. Aún seguía con el ánimo avivado pensando apártense todos, señores, que llega el nuevo juez, mientras se dirigía hacia el examen, con la seguridad que le proporcionaba la posesión de una valija de conocimientos privilegiados; aunque repentinamente una duda relampagueó sobre su cabeza, y se preguntó si la realidad no sería una cosa distinta a lo que aparentaba, como los nacimientos ilusorios de esas palomas blancas desde la chistera de un mago.

Había desmigajado concienzudamente las lecciones 39, 150 y 298. Sólo después, la carta perfumada, la huida sorpresiva de Encarnación Cifuentes, sus actividades nocturnas de preso con la cárcel a cuestas, y tantas otras vivencias de su azarosa edad de estudiante sin aprobados, se apelotonaron en su cabeza, y como un único recuerdo giró en remolino y se escurrió por entre los desagües del olvido, y solamente le quedó, en un remanso de la memoria, todas las palabras exactas que debería de pronunciar en el examen y cómo decirlas. Así que ahora, con el debido respeto a sus ilustrísimas, es su turno.

autor© FJ Padilla